viernes, mayo 16

Venía en el metro cuando



Como la mayoría, o si no la mayoría sí gran parte de las historias que le cuento al mundo desde que vivo en esta ciudad, esta comienza con la frase: Venía en el metro cuando.

Y es que venía en el metro cuando se quedó atorado media hora entre estación y estación. De esto hace varios días. En las horas que le siguieron a lo que voy a contar, sucedieron varias cosas. Llovió toda una noche sin parar, vino Leonardo de visita, una de mis gatas perfeccionó su ulular y mis ojos se encontraron con los de la loca de mi barrio, que me dijo cosas que no entendí. Por lo que es justo aceptar que los hechos en mi memoria ya no están claros. Debí hacerle caso al que dijo que uno debe escribirlo todo. Por cierto, ¿quién fue?

Así que voy a rellenar los huecos con mi imaginación, algo que seguramente hago con más frecuencia de lo que creo. Pero esta vez es deliberado, eso lo hace diferente.

Venía en el metro cuando se quedó atorado media hora entre estación y estación. En el vagón de mujeres había hombres, nada raro, y además estaba llenísimo, menos raro aún. Estuvimos tanto tiempo detenidos que algunos optaron por salirse y otros tantos persistieron en su empuje hasta que lograron entrar. Yo estaba adentro, pero mi campo de visión, bloqueado casi completamente, me impedía enterarme de lo que sucedía a treinta centímetros de mí, adelante y atrás de las personas que conformaban mi cerco inmediato. Pero sí alcancé a ver, en el andén, a un señor feo que aventaba los hombros hacia el frente como un toro, tratando de abrir un agujero por el cual meterse. Con cada embestida se escuchaba un quejido generalizado: el nuestro. Una mezcla de dolor y maldiciones.

Pasó un rato. Nada detuvo al feo. Detrás de mí, una voz dijo algo como: “¡Que ya no cabe, caballero! No lo fuerce”. Pero su fuerce fue más como un fuerthe, y todos nos dimos cuenta de que esa voz no era de aquí. El señor toro, entonces, comenzó a embestir más duro, al tiempo que aseguraba que él entraba donde quisiera y que íbamos a ver si no entraba y que cómo chingados no. Y la voz siguió diciendo que por favor, que jolín y que por favor otra vez, y de pronto se dirigió a las señoras que estaban paradas en la puerta y les dijo algo como: Mujeres de la entrada, no lo dejen pasar. Y las señoras, de las que uno, y cuando digo uno quiero decir yo, habría esperado que, en efecto, le explicaran al toro que ya tenía que detener sus intentos porque nos estaba lastimando a todos, se voltearon a mirar a la española, a aventarle la barbilla y a decirle “¡Estamos en México!” y “Aquí no estás en tu país” y “Pche gachupina ni aguanta nada”. La voz no volvió a decir nada, el señor siguió lanzándosenos encima y el metro todavía tardó un rato en avanzar. Por eso tuve tiempo de pensar en lo que todo aquello implicaba y en cómo, en el mundo de las reglas que no se respetan, intentar seguirlas es romperlas. O algo así, yo qué sé, yo mejor me regreso a mi país, excepto porque es este.

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