Como la mayoría, o si no la mayoría sí gran
parte de las historias que le cuento al mundo desde que vivo en esta ciudad,
esta comienza con la frase: Venía en el metro cuando.
Y es que venía en el metro cuando se quedó
atorado media hora entre estación y estación. De esto hace varios días. En las
horas que le siguieron a lo que voy a contar, sucedieron varias cosas. Llovió
toda una noche sin parar, vino Leonardo de visita, una de mis gatas perfeccionó
su ulular y mis ojos se encontraron con los de la loca de mi barrio, que me
dijo cosas que no entendí. Por lo que es justo aceptar que los hechos en mi
memoria ya no están claros. Debí hacerle caso al que dijo que uno debe escribirlo
todo. Por cierto, ¿quién fue?
Así que voy a rellenar los huecos con mi
imaginación, algo que seguramente hago con más frecuencia de lo que creo. Pero
esta vez es deliberado, eso lo hace diferente.
Venía en el metro cuando se quedó atorado media
hora entre estación y estación. En el vagón de mujeres había hombres, nada raro,
y además estaba llenísimo, menos raro aún. Estuvimos tanto tiempo detenidos que
algunos optaron por salirse y otros tantos persistieron en su empuje hasta que
lograron entrar. Yo estaba adentro, pero mi campo de visión, bloqueado casi
completamente, me impedía enterarme de lo que sucedía a treinta centímetros de
mí, adelante y atrás de las personas que conformaban mi cerco inmediato. Pero
sí alcancé a ver, en el andén, a un señor feo que aventaba los hombros hacia el
frente como un toro, tratando de abrir un agujero por el cual meterse. Con cada
embestida se escuchaba un quejido generalizado: el nuestro. Una mezcla de dolor
y maldiciones.
Pasó un rato. Nada detuvo al feo. Detrás de
mí, una voz dijo algo como: “¡Que ya no cabe, caballero! No lo fuerce”. Pero su
fuerce fue más como un fuerthe, y
todos nos dimos cuenta de que esa voz no era de aquí. El señor toro, entonces,
comenzó a embestir más duro, al tiempo que aseguraba que él entraba donde
quisiera y que íbamos a ver si no entraba y que cómo chingados no. Y la voz
siguió diciendo que por favor, que jolín y que por favor otra vez, y de pronto
se dirigió a las señoras que estaban paradas en la puerta y les dijo algo como:
Mujeres de la entrada, no lo dejen pasar. Y las señoras, de las que uno, y
cuando digo uno quiero decir yo, habría esperado que, en efecto, le
explicaran al toro que ya tenía que detener sus intentos porque nos estaba
lastimando a todos, se voltearon a mirar a la española, a aventarle la barbilla
y a decirle “¡Estamos en México!” y “Aquí no estás en tu país” y “Pche
gachupina ni aguanta nada”. La voz no volvió a decir nada, el señor siguió
lanzándosenos encima y el metro todavía tardó un rato en avanzar. Por eso tuve
tiempo de pensar en lo que todo aquello implicaba y en cómo, en el mundo de las
reglas que no se respetan, intentar seguirlas es romperlas. O algo así, yo qué
sé, yo mejor me regreso a mi país, excepto porque es este.
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