viernes, octubre 18

Una especie de ¿relato?

¿Has visto cómo hay gringos que, cuando deciden mudarse, no empacan sus cosas en maletas como acá: calcetines, bolsas, libros, el gato, y no dejan colgada la llave en la antigua cerradura ni cierran la puerta ni dicen adiós, sino que hacen una llamada y esperan a que se aparezca frente a su entrada la grúa descomunal que desenterrará la casa desde sus cimientos, la alzará en el aire y la trasladará, completita, hasta la nueva dirección, un espacio donde ya no será necesario levantar un hogar porque ese ya se tiene construido y decorado, es aquel que va volando y que pronto se asentará, lo has visto?
 
Eso es lo que hicieron aquí. En este lugar había una casa, y ni voltearon a mirarla.
 
Trasladaron la suya, entera, por miedo a enfrentarse a lo nuevo. Echaron abajo la que ya existía. Contrataron bulldozers y aplanaron el terreno. Supusieron que el lugar estaría colmado de escombros inservibles y que no valdría la pena salvar casi nada. Si acaso, se dijeron, si acaso habrá algún arbusto que pueda recuperarse, quizás un canelo plantado en la banqueta. Adivinando, comenzaron a imaginar que tal vez podrían usarlo, sacarle provecho un rato y después tirarlo, o dejarlo ahí y esperar a que muriera solo, a que las plagas lo devoraran o a que la soledad y las patadas de los nuevos residentes acabaran con él.

Pero más que arbustos, lo que hallaron fue una decena de árboles, un modesto bosque. No calcularon que su casa, aunque completa, no ocupaba el espacio total del terreno, y que en él habitaban especies arbóreas resistentes a los maltratos y al más absoluto de los abandonos. Y que las necesitarían. Que tarde o temprano sentirían frío y buscarían leños para prender fuego, y que se les antojarían los frutos de los manzanos y los limoneros. Que saldrían una mañana a intentar convencer a los árboles de incorporarse al nuevo hogar. Los instarían a mirar hacia adelante, al futuro, juntos como un equipo, hombres y plantas, les sugerirían que olvidaran a sus compañeros que murieron aplastados cuando la mudanza cayó del cielo. Les ofrecerían, a cambio, el perdón por sus pecados: haber echado raíces en la casa antigua, su pasado lamentable de adscripción a un régimen ahora arcaico. Les dirían que su historia sería pasada por alto y que grandes cosas, buenos tiempos, el fin de la edad aciaga y el resplandor de la nueva era, por fin llegarían. Serían mentiras.

Se necesita inteligencia y valentía para enfrentarse a lo nuevo. Es más sencillo huir y resguardarse en lo viejo. Acorazarse tras los muros de una casa, más si esta fue previamente levantada.

Yo ya me fijé y ni está tan bonita su casa. Sus cimientos se debilitan cada día y hay un hongo creciendo en las esquinas. Le echaron desinfectante, pero sus fallas son estructurales: se va a venir abajo y nadie se atreve a hablarlo. La matriarca del hogar, una dama que no por vulgar es menos siniestra, insiste en las etiquetas: el uniforme, el calendario, el buen decir. Nadie tiene la osadía para advertirle de la bomba de tiempo que es su vivienda, sería faltar al protocolo y arriesgar la convivencia. Mejor no enterarse de las últimas noticias: que las  vigas se trozaron y las tuberías se atascaron. Como he dicho: lo conocido siempre será mejor que lo nuevo; es el mantra de los necios, los de mirada corta y poco entendimiento.

Nuestra casa estaba fea, pero no estaba tan fea. Habría bastado una capa de pintura para embellecerla. Había desorden en los pasillos y un poco de polvo en las rendijas; alguna rata desorientada se daba su vuelta por la cocina. Se caían los azulejos, los muros se resquebrajaban con cada temblor y de vez en cuando una gotera arruinaba el plafón. Pero en esa casa cabíamos todos. Apretados en verano, aburridos en invierno, pero todos. Hombres, gatos, perros, árboles. Todos. No se apagaba la luz para esconder la fealdad ni se susurraban las verdades por miedo a incomodar. Hombre era hombre, perro era perro. Nuestras tareas eran tareas y ya; no la dócil complacencia, no estaba entre nuestras funciones bajar la cabeza. Ahora resulta que la planta tiene que pedir permiso para florear.

Nadie nos preguntó si nos gustaba nuestra casa fea. No se nos pidió opinión, no se nos ofreció disculpas. Evitaron mirarnos mientras la echaban abajo y ponían la suya encima. Hombres, gatos, perros, a ellos los expulsaron primero, los enviaron lejos. Luego llegaron los bulldozers que aplanaron el terreno. Ya solo somos tres árboles viejos los que quedamos aquí plantados, hemos visto morir a todos los demás; hoy la casa nueva es un cementerio vegetal. A nosotros nos permiten la existencia, nos quieren hacer creer que nos hacen un favor, pero no es cierto.

Yo me he quedado en la entrada, aquí me plantaron un día los viejos habitantes y los nuevos no me han podido mover. Ni siquiera el asco que me da cuando alguno de ellos, o sus perros  horrendos, me orina, me ha hecho crecer las piernas que me alejen de este infierno. Desde aquí miro a lo viejo y a lo nuevo. Me complace la nostalgia, aunque casi siempre se me convierte en sufrimiento. Los observo con desprecio, a los recién llegados, porque yo he visto cosas. Sé que son cobardes, que tienen el corazón lleno de inseguridad; por eso los tranquilizan la subordinación y la falsa amabilidad. Se están aprovechando de mi sombra pero yo ya no los quiero cobijar, todas las mañanas me pregunto cuándo me van a cortar. Por favor, se los pido, ya mándenme a cortar.

2 comentarios:

Queridita dijo...

Estoy contigo ahí, árbol viejo, en una de tus muchas raíces.

Anónimo dijo...

Por varios momentos creí que hablabas de Tenochtitlán y la Nueva España, la nueva casa que era la vieja casa de los españoles.