Fuimos a Taxco

Beto y yo. Salimos de Taxqueña, por supuesto.

Fuimos a visitar una bocamina y algunas platerías. En la entrada de una de ellas, orgulloso o preocupado, alguien colocó un recordatorio de los peligros de la minería: un minero manco.

A lo mejor sólo estaba advirtiéndole a los posibles ladrones lo que les pasaría si robaban joyería.

Nos subimos al teleférico y vimos la ciudad desde arriba. Nuestro asombró terminó, o se incrementó, cuando encontramos dos carrozas fúnebres en el estacionamiento. Una vez pisando tierra firme, todo fue mejor.

Nos metimos a una iglesia del siglo XVI. Vieja por fuera, remodelada por dentro, a la inversa de Verónica Castro. Estábamos tomados de la mano hasta que vimos este cartel.

Por las buenas: Si quiere pecar, hágalo allá. Obedecimos.

Sentados en el parque, vimos pasar a la gente: viejitos, niños, adolescentes en edad de merecer, un metalero que paseaba a su bebé moviendo la carriola como si aspirara el suelo con ella, un inglés, una barrendera y un montón de muchachas guapas.

De repente, desde las calles más altas, bajó un grupo de personas coloridas y voluptuosas que bailaban alegremente. Casi todas eran “chichonas”; las escoltaban algunos payasos, tres trompetistas y el hombre de hojalata.

¡Así que para esto necesitaba un corazón! Qué bueno que lo haya conseguido.

“Coopere para el santito”, decían las chichonas. Les dimos lo que pedían, no sin antes preguntarnos cuál sería el santito que les solicitó a sus fieles que se vistieran, maquillaran y desfilaran. Ojalá supiéramos, para presentárselo a otros tantos santitos retrógradas a los que les hace falta un poco de diversión.

Yo lo invito a visitar Taxco, ciudad natal de personajes ilustres como Ruiz de Alarcón y Joan Sebastian. Al primero puede vérsele por ahí.

Al segundo, afortunadamente, no.
Por eso le digo: vaya pronto y cómprese unos anillos, como yo.

Total, si no le gusta siempre puede seguirse hacia: